domingo, abril 20, 2008

PRIMER CAPÍTULO......... PETRA YA SOBREVUELA SU SEGUNDA EDICIÓN........MUAA MUAC...... PETRA


CAPÍTULO PRIMERO
CIELO AZUL
Verano de 1988



Cuando tu alma
esté llena de mar,
sentirás a las olas
fuerte galopar,
entonces
te agitarás....
mas
yo me abrazaré
a tu cuerpo,
en un eterno balancear....

Sofía
Fishawy. Tarde Clara



Este viejo café sabía entonces a menta, a tomillo adormecido en fresca canela, a un sueño eternizado, a la tarde de constante siesta de verano, cuando lo descubrí durante mi primer viaje a Egipto. A veces, algún pequeño gorrión se acurrucaba en mi vientre cuando dibujaba sobre mis cuartillas, y al asustarse de repente, sus alas se agitaban tensas en un susurrante vuelo de plumas. Alrededor del café, situado en el casco viejo de El Cairo, las calles eran desordenadas, imperfectas, unas aceras más altas que otras, unas calles más estrechas que otras.
Algunas de estas calles siguen hoy llenas de magia, poseen el don del misterio, de otras sin embargo se apodera la ira y la falta de entendimiento, como ocurre con todas las calles de todas las ciudades. Pero la belleza como parte de la naturaleza y de lo humano, sólo encuentra su perfección, su plenitud en lo imperfecto. Y nada hay más imperfecto que hombre y naturaleza, siempre en una constante génesis de sí mismos.
No. No fue en el café Fishawy de El Cairo donde realmente vi por vez primera a Petra. Donde la contemplé por primera vez fue sentada en un avión de la compañía Aerospace. En realidad, el avión comenzaba a despegar a una enorme velocidad, logrando ascender con una inclinación de unos cuarenta y cinco grados y un ruido bastante relevante. Sinceramente, reconozco que el estrépito de los aviones me pone un poco cachonda, no sé por qué. Debe de ser que el riesgo también fluye en alguna de las habitaciones del deseo. Yo realizaba mi viaje de verano entonces, durante las primeras fechas del mes de agosto.


Como compañeros de viaje, Carlota Villa y Eduardo Sanz, dos amigos de mi juventud. Juntos fuimos al instituto; Miguel Fleta. Aún recuerdo el sabor de las "pirolas" mezcladas con caña y cigarros. Más tarde siguieron las "pirolas" en la escuela de Bellas Artes. Todo era más importante que acudir a las aburridas sesiones de Historia del Arte, y sin embargo, al hacerme mayor pienso en lo insensata que era, ahora disfruto con cualquier pequeña conversación de un profesor de arte.

Carlota Villa es una excelente y aclamada crítica de arte, especializada en pintura del siglo XVIII y XIX. Además de escribir en varios medios de prensa diaria, es asesora en plantilla del museo del Prado. Esta separada. Julio, su ex marido, la abandonó por Miguel Pray, un guaperas siempre asquerosamente bronceado con brillantes cremas pegajosas y rayos ultravioleta. Miguel Pray me ataca los nervios, posee el tic de tocarse no -sé - por qué - el paquete, seguramente como petulancia masculina, o a saber, igual la tiene de tamaño hormiga china. Pobre Julio, encima con carencias, con lo sensual que es Carlota. Así es la vida. ¿ O quizás así es el amor? ¿ O el capricho? ¿ O el deseo?. Estoy hecha un lío. En el caso de Julio de veras que no lo entiendo. Únicamente Miguel Pray está bien económicamente, ya que posee una de las galerías de subastas de más renombre de Madrid, la "Times", ubicada en un lujoso local del hotel de Oriente. Quizá sea por eso. El caso es alternar con todos los Chics y Fifis de Madrid.

Eduardo Sanz es mi representante y el de muchas otras pintoras y escultoras de toda la península. Tiene un gusto exquisito para todo, y enseguida es capaz de reconocer a un buen artista tan sólo a través de unos leves trazos de sus manos. Eduardo sigue soltero, pero no está solo. Convive desde hace dos años con Pablo, un joven de apenas veintidós años estudiante de Bellas Artes, en la rama de dibujo artístico. Eduardo y Pablo están felizmente enamorados, sólo hay que fijarse en sus miradas para darse cuenta de ello. Viven en el lujoso ático de Eduardo en la Plaza Mayor. No desean tener hijos ni perrito que les ladre. Y si Eduardo tiene un especial atractivo muy sensual, Pablo es él autentico guapo que no conoció varón hasta que Eduardo se cruzó por su camino.

Carlota anda un poco desquiciada de ligue en ligue, y como ella no entiende y no le gustan las niñas, deberá seguir cabalgando, caminando hasta encontrar su hombre ideal. Ojalá que lo encuentre pronto, porque desde su separación tengo en ella a una buena amiga, a pesar de ser una mujer ansiosa que no cesa de comer y acudir al psicólogo cada semana. En el fondo lo único que necesita es amor, como cada quisqui, y el día que encuentre el amor comerá como una persona normal. Pobre Carlota, qué gorda que está.


Pero volvamos a aquel pequeño avión de la compañía Aerospace con destino a Nueva York. Como el ruido de un seco golpe ella estaba allí, ocupando todo mi espacio pensante. Al observar su rostro, me di cuenta que ella también me miraba. Creí ver al mar uniéndose con el cielo en aquel instante. Nubes blancas con destellos dorados viajaban hacia un infinito de sol amarillo y luna blanca. Después vi desiertos con camellos, dunas de enormes cimas que no lograba alcanzar, me hundía entre su tostada y caliente arena. Mi boca se agrietaba por el sol. Desperté de estos pensamientos y me di cuenta que nos seguíamos observando rostro a rostro, pupila con pupila que en ella eran negras como una noche extensa, profunda. En sus pupilas de noche observé ese abismo en el núcleo de la tierra que siempre estoy buscando en todo, en las palabras, en el sol emitiendo ebulliciones constantes e incandescentes, en la tierra sostenida por sus permanentes fluidos internos, en la luna atraída constante por el calor que hay aquí en la tierra. En sus pupilas de noche vi el fuego de ambos, sol y tierra, y su avión era el ventilador que apenas podía dar un poco de aire y libertad a tanto calor interno. Por un momento sentí que yo era la expendedora de billetes de un gran cine de Madrid, aquélla era una calurosa tarde de agosto. La película debía de ser magnifica, porque yo no cesaba de vender entradas, no daba abasto. Logré ver cientos de rostros y todos me resultaban igual de monocromos, todos me parecían vulgares, unos rostros incluso se parecían a otros, unas voces a otras. Después de ver casi mil rostros, unos detrás de otros, apareció en aquel ensueño el suyo, sus negras pupilas. Abrí los ojos de mi ensoñación y ella ya no estaba. Era como si el universo se hallase en su mirada, y sólo yo pudiera darme cuenta de ello y absorberlo.


El vuelo fue pesado, como todos los largos recorridos, pero tranquilo. Carlota durmió a mi lado durante la mayor parte del trayecto. Aquella misteriosa mujer ejercía sus labores de azafata, atendiendo amablemente y con dulzura en el rostro a todos los pasajeros que estaban a su cargo. Cuando en una ocasión se acercó con acento de sirena para ofrecernos refrescos, café y algo de comer, su perfume de Guerlain alcanzó las cimas de mi éxtasis, y mi mente pareció adormecerse por alguna exótica droga.
- Sí, otro café - contesté. - Si, solo – subrayé. Como si dudase que alguno de los cafés anteriores hubiese sido acariciado por unas gotitas de éxtasis infinito. Pensé, ¡ si pensé !, en lo maravilloso que sería amarla en la verde estatua de la libertad, por la noche a oscuras, medio desnudas, sobre la luz de una luna salvaje y dulce. Por un momento me imaginé desnuda, invadida de placer, ella también lo estaba, y yo observaba todos los límites de su cuerpo. Cuerpo como esculpido por una diosa. Como pintora y escultora no podía permitir dejarla escapar de mis manos sin contornearla sobre un lienzo. Deseaba sentir el palpitar de su vientre con la arcilla moldeándose entre mis manos, el temblor ligero de sus senos al cambiar suavemente de postura. Debía ser lo suficiente seductora como para poder arrastrarla en la fecha que ella determinara a mi pequeño estudio de Madrid y allí eternizarla, perpetuarla sobre mi arte. Necesitaba desnudarla poco a poco con la sola luz de nuestras pupilas, con la única sombra de nuestro aliento. Me urgía silenciosamente rozar sus flambeados pechos, besarlos, acariciarlos, recorrerlos con mis labios. Sentir después despacio la respiración agitadamente entrecortada en su vientre, y llegar a su sexo sólo y cuando ella lo deseara. Y entrar en ella y permanecer allí eternamente, eternamente. Pero esta vez era tan bello aquel rostro, aquel gesto, sus manos, los pensamientos de su mente, que me encontraba dispuesta sólo a adorarla, a mirarla, a abrazarla. Besar su rostro y perderme entre sus manos, devorar el dulce lago de su cuello.
Volví a la realidad después de esta ensoñación, ya estaba otra vez dentro de aquel avión. La realidad, algo que realmente nunca me ha gustado demasiado. El ilógico y desenfrenado mundo real.
El comandante hablaba a través de la megafonía del avión. Decía que quedaban unos veinte minutos aproximadamente para que nuestro avión aterrizara en el aeropuerto de Nueva Jersey, muy cerquita de la gran manzana.
Al pasar ella a mi lado le pregunté:
- ¿ Por favor, azafata, podría traerme otro café? ¿ Perdón señorita, cómo se llama?.
- Petra - me respondió con su sensual voz.
De repente, sentí ser la suiza Burchardt, redescubridora en el siglo XIX de la bella ciudad de Petra en Jordania. Me vi sentada a lomos de un lento y pesado viejo camello, el único que me habían vendido unos malditos lobos del desierto. Yo iba por el cañón del "Sig" a lo largo de kilómetro y medio, sudorosa, sucia y extenuada, cuando me encontré con un celestial macizo de roca rosa, esculpido por las hermosas manos del hombre.
- Me llamo Petra, señora – me dijo ella más fuerte.
Yo entonces todavía transcurría a lomos de mi lento y pesado camello, en el valle de un desierto de cautivadores paisajes rosas y dorados. Era el valle del desierto de Petra.
- Petra – volvió a decir rápida y entrecortada, tanto que me asustó.
- Ah, sí, señorita gracias, un café.
- Señora, esta prohibido servir nada a los pasajeros treinta minutos antes de aterrizar. - La suavidad de su acento me estaba anestesiando de nuevo hacia el paraíso, sin quererlo yo.
- Petra. – contesté con una decisión inusual en mí, y comencé a tutearla– En ese caso, te invito en el aeropuerto a un café, si es que quieres aceptarlo.
- Bueno… - dijo bajando mucho el tono. Permaneció por unos instantes con la mirada fija en mis pupilas, creí que se metía dentro de ellas. Casi me hipnotizó, al tiempo que mi mente escuchaba el eco de estas palabras que se balanceaban en aquel susurro de su voz. - Te invitaré yo en la sala que Aerospace tiene adjudicada en el aeropuerto de Nueva York, a las cinco y media. Te espero en la entrada VIPS, del techo cuelga una escultura movible de Calder. ¿Conoces la obra de Calder ?.
- Si, ya lo creo que la conozco; soy escultora.
- Okey – me dijo, dentro de una mirada incrédula.
- Y te diré una cosa, Petra, Calder no sólo creó sus famosas esculturas movibles, también creó joyas y otros objetos decorativos.
- Muy bien – se sonreía - Entonces, de acuerdo. Bueno, Marieta - dijo disimulando algo más alto - me alegro mucho de volverte a ver.
Caí en la cuenta de que las azafatas no pueden flirtear con los pasajeros. Ella había tenido más cuidado que yo e intentó disimular colocándome el nombre de una supuesta amiga llamada Marieta. Qué lista es esta tía, pensé meditativa, a la vez que mi mente alucinaba con esa forma de quedar para tomar un café, dentro de un avión, con una bella azafata desconocida, y con el hecho de que sin conocernos ambas hubiéramos congenidado de ese modo. Pensé que Petra entendía todavía mucho más que yo, lo cual era un alivio, invadido el mundo como está de mujeres que se sienten atraídas por mujeres y ni siquiera han abierto la puerta de su mente o del armario. Qué alivio.
Creo que sólo el destino es capaz de hacer estas maravillas.
Vi en mi sonrisa, la sonrisa del amor, la típica cara de tonta que se nos pone a todas ante el amor. Y noté como de mi pupila derecha se desprendía una lágrima enorme, transparente, recorriendo mi pómulo hasta los labios. Ellos son los que mejor recogieron el sabor de lo que había producido en mi mente Petra. Aquella lágrima, siempre de la pupila derecha, volvería a brotar cientos de veces después de conocer a Petra. No sé por qué, pero decidí recogerlas. Cuando divagaran lentas sobre mi pómulo derecho, las ingresaría en un pequeño frasco de cristal transparente. Así estuviera lleno el frasco, lo guardaría para siempre. Entonces, desde ese día en el que yo nunca pensaría, en que se acabara nuestro amor, cada día en falta de su cariño y su presencia, yo bebería una lágrima. La lágrima recorrería lentamente mi garganta, deslizándose por ella llegaría a mí estomago, y luego absorbida, pasaría a mi sangre.
Y a través de mi sangre recorrería todo mi cuerpo en una procesión de amor. Hasta quedarse dormida sobre mi corazón. Y allí, durmiente la lágrima, me procuraría el alivio eterno de la ausencia, el alivio del dolor del amor.

De modo que aquel pequeño frasco, poco a poco, iría inundándose de lluvia de lágrimas por Petra.